La autonomía regional, para dejar de ser una quimera, debe ser entendida como una meta a la cual nos acercamos mediante un gran esfuerzo nacional y regional por mejorar las capacidades de gobernanza territorial, de manera que los gobiernos regionales, responsables frente a su ciudadanía, adopten políticas públicas basadas en evidencias que mejoren la eficacia y eficiencia de su gestión. Sin ello, se arriesga el éxito de la descentralización –y su impacto en la calidad de vida de los ciudadanos de las regiones–. Y la ventana de oportunidad para hacerlo comienza a cerrarse.